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Libertad - Texto breve
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Libertad - Texto breve
Caía el cálido atardecer coloreando de rojo sangre, como la piel de una manzana, todo el extenso valle. La hierba creía salvaje, jamás habían osado peinarla otro que no fuera el viento. Se movía aquel extenso mar verdaceo de forma similar a la crin de un caballo salvaje. La leve brisa veraniega sofocaba las altas temperaturas, mientras las luciérnagas bailaban saludando a las estrellas de los últimos días de estío.
No muy lejos de allí el río correteaba indomable, igual que el espíritu de una amazona, por la ladera hasta besar los pies de la higuera donde se formaba un pequeño lago. Allí podías ver su cuerpo arrojado a las aguas, como cada tarde, dejándose acariciar de forma serena. Una joven de no más de quince años, de delgado y frágil aspecto con unos ojos que sólo se podían ver en los pequeños y asustadizos animales del bosque cercano. Una ninfa, una pequeña diosa, que bailaba hasta quedar agotada y aturdida por las altas temperaturas.
Sus prendas blancas parecían las alas de un ángel arrojados al mundo, como si no importara o no fuera de nuestra humana incumbencia. Estaban manchados por la tierra mojada, la clorofila de las flores silvestres que siempre tomaba en desigual ramillete. Aquellos ojos asustados de color azul a punto del llanto, esos labios rojos como las dos últimas cerezas del cuenco, y su aroma a jabón humilde le daban un toque divino y a la vez insignificante.
Yo la llamaba Libertad y el resto Fantasía, pero nadie había errado en su nombre original. La dama del lago era el emblema de las plácidas tardes de verano, las cuales la inocencia corría suelta por los prados esperando que los muchachos encontraran en una roca tesoros incunables.
No muy lejos de allí el río correteaba indomable, igual que el espíritu de una amazona, por la ladera hasta besar los pies de la higuera donde se formaba un pequeño lago. Allí podías ver su cuerpo arrojado a las aguas, como cada tarde, dejándose acariciar de forma serena. Una joven de no más de quince años, de delgado y frágil aspecto con unos ojos que sólo se podían ver en los pequeños y asustadizos animales del bosque cercano. Una ninfa, una pequeña diosa, que bailaba hasta quedar agotada y aturdida por las altas temperaturas.
Sus prendas blancas parecían las alas de un ángel arrojados al mundo, como si no importara o no fuera de nuestra humana incumbencia. Estaban manchados por la tierra mojada, la clorofila de las flores silvestres que siempre tomaba en desigual ramillete. Aquellos ojos asustados de color azul a punto del llanto, esos labios rojos como las dos últimas cerezas del cuenco, y su aroma a jabón humilde le daban un toque divino y a la vez insignificante.
Yo la llamaba Libertad y el resto Fantasía, pero nadie había errado en su nombre original. La dama del lago era el emblema de las plácidas tardes de verano, las cuales la inocencia corría suelta por los prados esperando que los muchachos encontraran en una roca tesoros incunables.
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